jueves, 17 de julio de 2008

Juego macabro (Gran Bretaña 2007)

Inteligencia e ironía en diálogos filosos, un juego perverso en el que dos personajes opuestos se disputan el poder y bastante frialdad: eso es lo que podía esperarse de un texto con la firma de Harold Pinter. Aquel vistoso ejercicio refinado y cínico que hace 37 años concibió Anthony Shaffer para el teatro y que Joseph L. Mankiewicz confió poco después a Laurence Olivier y Michael Caine (el film se llamó aquí Juego mortal ) vuelve reformulado por el premio Nobel inglés, que lo ha reducido en más de un tercio y le ha impuesto su marca: bajo la acidez, la ambigüedad y la superficialidad de cada línea se percibe la amenaza de la violencia. También añadió a los abundantes trucos de la acción y a sus constantes giros algún componente homoerótico, mientras Kenneth Branagh intentaba una actualización que se manifiesta por vía escenográfica -una mansión antigua cuyo corazón high tech , superpoblado de cámaras y controles remotos es todo un festival de tecnología-, pero también en la puesta, que subraya el clima glacial con sus metales, sus transparencias, sus juegos de espejos, sus simetrías y sus omnipresentes pantallas.

El marco es adecuado para que en él se desarrolle un juego en el que cada trampa encierra otra trampa y cada personaje esconde siempre un rostro diferente. Pero también contribuye a esa fría atmósfera de laboratorio en la que el tenso y cambiante combate entre dos hombres -el marido y el amante de una única mujer siempre ausente- pierde visceralidad y compromiso emotivo. Es un torneo cerebral en el que importa poco lo que está en juego y mucho más las artimañas y las manipulaciones (incluida la del espectador) que se emplean para volcar la fuerza hacia un lado o hacia el otro. Un torneo que puede seguirse con interés aunque a la larga deje cierta sensación de vacío.

La anécdota es conocida. Andrew Wyke, un veterano y muy famoso escritor de novelas policiales recibe en su casa a Milo Tindle, el joven peluquero y aspirante a actor por el que su mujer lo ha abandonado, que viene a pedirle que le conceda el divorcio para casarse con ella. Si bien el hombre se niega, le propone al muchacho un trato que parece demencial (quiere que asalte su casa y se apodere de unas joyas valuadas en un millón de libras esterlinas). Este no será sino el comienzo de un retorcido juego del gato y el ratón, donde los roles se alternan a fuerza de bruscos cambios de dirección, engaños, amenazas, insinuaciones, ofensas, trampas y violencias varias, incluidas algunas en las que afloran las armas.

La bravura con que los actores son capaces de sostener esta tensa batalla que sólo admite esporádicas treguas es un elemento fundamental para que el relato, cuya estructura teatral es tan notoria que hasta resulta posible ubicar los intervalos, atrape el interés y eluda la reiteración. Si el recuerdo del film de 1972 perdura todavía es por el apasionante duelo interpretativo que libraban Olivier y Caine. Ahora, éste se ha dado el gusto de cambiar de papel y le ha dejado el que desempeñó en otros tiempos a Jude Law, que curiosamente ya había heredado otro personaje suyo: Alfie . Los dos -Caine más contenido; Law más histriónico- son sólidos puntales de esta versión que Branagh dirigió sin brillar, pero con pulso firme y ritmo sostenido.

Fernando López. Diario La Nación

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