Con apenas 37 años y cuatro interesantes films previos ( Vivir del azar ; Boogie Nights: Juegos de placer ; Magnolia y Embriagado de amor ), Paul Thomas Anderson arriba en Petróleo sangriento a una cima artística a la que la inmensa mayoría de sus colegas de todo el mundo jamás podrán escalar. No estamos, apenas, ante un director con cierto talento que ha alcanzado una temprana madurez, sino ante un artista de enormes proporciones y cuya dimensión real sólo se podrá apreciar cuando el impacto de este film decante y su carrera continúe.
Petróleo sangriento está muy ligeramente basada en Petróleo , la monumental novela de 1927 escrita por Upton Sinclair sobre los inicios de la industria petrolera, las primeras luchas sindicales y la irrupción del socialismo, pero Anderson se despoja del peso de ese original literario para convertir su película en una descripción conmovedora, apasionante y al mismo tiempo aterradora acerca del self-made man y de la contracara del sueño americano, de la codicia y la violencia de la fase más primitiva y salvaje del capitalismo, de los efectos del fanatismo religioso y los falsos dogmas, de la sangre, el odio, la venganza y la manipulación sobre la que se han construido grandes imperios.
Durante casi tres horas de película y tres décadas de historia (1898-1927), Anderson narra la épica de Daniel Plainview (Daniel Day-Lewis), un texano al que vemos en la primera escena tratando de extraer plata de un pozo y quedar cojo tras una accidentada explosión con dinamita. Ese solitario, testarudo, ambicioso, obsesivo y oportunista entrepreneur se convertirá en uno de los primeros magnates de la naciente industria petrolera. Claro que para ello deberá negociar y mentir, persuadir y traicionar en una lucha despiadada, a sangre y fuego, por acceder en una loca carrera contra el tiempo a la riqueza y al poder que otros también desean.
No han sido pocos los que -con razón- han comparado Petróleo sangriento con ese clásico de clásicos que es El ciudadano . Day-Lewis dota a su desalmado Plainview del sentido trágico, casi operístico, de los traumas, la demagogia, la psicopatía y la megalomanía del Charles Foster Kane de Orson Welles. Y Anderson nos sumerge en las miserias de ese monstruoso seductor con una potencia dramática, un virtuosismo formal, una profundidad psicológica y un lirismo que recuerdan los mejores trabajos de sus admirados Martin Scorsese, Robert Altman, Terrence Malick o Stanley Kubrick. Pero sería injusto citar sólo un puñado de apellidos ilustres o películas ( Codicia , Gigante ) porque esta gema dialoga de igual a igual con los grandes de la literatura y del cine norteamericanos, desde William Faulkner hasta John Ford.
Además del costado humano (con la utilización y el posterior desprecio con que el protagonista trata a un niño al que presenta como su hijo para concretar fabulosos negocios), de su revisionismo histórico, del crudo retrato social de aquellos pioneros, de la epopeya económica de quienes apostaron al arrendamiento de enormes superficies de tierra aparentemente sin valor para la perforación de grandes pozos petroleros y la construcción de oleoductos, Anderson utiliza buena parte del film para trabajar el tema de la religión y la fe, a través del enfrentamiento entre el tiránico protagonista y un falso profeta no menos mesiánico, encarnado por el joven Paul Dano ( Pequeña Miss Sunshine ).
Anderson construye unos fastuosos, embriagadores planos-secuencia, con la colaboración de un equipo técnico excepcional, que incluye al diseñador Jack Fisk ( La delgada línea roja ), que logra que esta película de muy modesto presupuesto parezca una superproducción; a su habitual director de fotografía Robert Elswit, que hace maravillas con los inmensos y desérticos paisajes texanos, y a los desgarradores y experimentales acordes de Jonny Greenwood, guitarrista del grupo Radiohead, que quizá puedan sonar algo intrusivos para aquellos habituados a bandas sonoras más convencionales.
El párrafo final es para Daniel Day-Lewis, uno de los grandes actores de la actualidad. Algunos, es cierto, cuestionaron en el caso de Pandillas de Nueva York y volverán a hacerlo aquí cierta tendencia a demostrar en cada plano la enorme jerarquía, la técnica, la ductilidad, el compromiso y la intensidad que el intérprete irlandés expone en cada uno de sus trabajos. Pero, más allá de cualquier debate posible respecto de la mayor o menor sutileza, de la apuesta grandilocuente o minimalista que hace un actor a partir de la marcación del director, lo cierto es que su Plainview resulta uno de los personajes más ricos, fascinantes, multifacéticos y contradictorios que el cine ha entregado en mucho tiempo. Y el mérito, en este sentido, es en buena parte suyo. Lo veremos, en pocos días más, levantando la estatuilla del Oscar por este trabajo descomunal.
Por Diego Batlle
Para LA NACION
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