Puede ser que unos cuantos años atrás, cuando el cine británico exportaba con frecuencia este tipo de comedias de humor negro y farsesco, Muerte en un funeral no llamara especialmente la atención, pero en medio de la escasez de ingenio (y la sobredosis de gansadas y vulgaridades) que predominan en la actualidad en el cine cómico, brilla como una pieza rara.
Y no es que derroche originalidad ni que constituya uno de esos festivales desopilantes que muy de vez en cuando nos hacen llorar de risa, pero ofrece lo que una comedia tiene que tener: una situación inaugural lo suficientemente abierta (y absurda) como para permitir el progreso constante de la acción hasta su culminación en el disparate; personajes de características bien delineadas; un elenco en el que nadie desentona y todos parecen familiarizados con los tiempos de la comedia y el ritmo de los diálogos, y un director astuto que sabe ponerle fin a la historia apenas el embrollo termina de desenredarse, y hacerlo con un remate corto y categórico.
Para preservar la eficacia cómica del film conviene no explayarse demasiado en el contenido del cuento. Digamos que todo transcurre en una mansión londinense durante el velatorio del patriarca familiar. Allí, además de su desconsolada viuda y del hijo que convivía con ellos y se ocupa de los detalles del funeral mientras su mujer sueña con una inminente mudanza, se reunirán el otro hijo -escritor afamado y presuntuoso recién llegado de Nueva York-, unos cuantos sobrinos y sus parejas -entre ellos, el joven abogado que se ha tragado un alucinógeno creyendo que era un sedante- y algunos otros parientes y allegados, cada cual encerrado en su propio mundo y atento a sus propios problemas.
La cosa empieza mal, cuando la empresa de pompas fúnebres trae al difunto equivocado. Y se pone cada vez peor, un poco por los efectos que la bendita píldora produce en la conducta del desdichado personaje; otro poco porque hay celos, riñas y persecuciones que se hacen cada vez más visibles, y mucho más todavía porque, cuando todo está listo para que un sacerdote con mucha prisa inicie la ceremonia, un desconocido se revela repentinamente como chantajista ante el flamante dueño de casa. Y ya se sabe que cuando hay un extorsionador es porque hay un secreto que no debe ventilarse.
Es sólo el principio de la serie de cómicas calamidades que concibió con buen oficio Dean Craig y que Frank Oz ( ¿Es o no es? , Bowfinger, el profesor chiflado ) sabe elevar desde el tono casi soso de los primeros tramos al hilarante caos del desenlace.
Y aunque incluye una escena de escatología explícita que puede causar tanta gracia como desagrado, no se vale de recursos fáciles para hacer reír: su acierto está en el sostenido progreso de la acción, pero sobre todo en el tono farsesco que eligió para contar la historia y que sus estupendos intérpretes mantienen de punta a punta.
Entre ellos, todos excelentes, hay algunos que descuellan por su sutileza, como Matthew MacFayden, el hijo que improvisa la oración fúnebre; por su vis cómica, como Daisy Donovan, la atribulada prometida del abogado, siempre al borde del ataque de nervios, o simplemente porque sus personajes favorecen el lucimiento, como Alan Tudyk, el del desvarío químico, y Andy Nyman, el pobre hipocondríaco al que le toca ocuparse del deudo más demandante y quejoso de todo el funeral.
Fernando López. Diario La Nación
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