Partida en dos. Así se siente (y lo ilustra la disonante escena final en clave casi farsesca) la seductora y un poco ingenua Gabrielle, que anuncia el pronóstico meteorológico por la TV, es consciente de su encanto sexy y sabe cómo mantener a distancia a los acosadores que revolotean a su alrededor. De un lado, el escritor famoso y bon vivant que bien podría ser su padre, cuyo deseo confunde con amor al punto de prestarse a sus juegos más perversos; del otro, el joven millonario, inmaduro, caprichoso y violento, con quien se consuela del rechazo y que la persigue tanto como la cela. Uno y otro están habituados a obtener lo que se les antoja.
Parece uno de esos viejos melodramas sobre chicas incautas que resultan víctimas de los libertinos, pero en manos del maestro Chabrol, la historia (inspirada en el caso real de un triángulo que terminó en crimen) transita por esa equívoca mezcla de thriller y comedia negra que él suele utilizar para practicar algunas de sus especialidades: la implacable disección de las conductas humanas, en especial las pasiones, dobleces e hipocresías que detecta en la alta burguesía provincial (Lyon, en este caso), y su observación de las manifestaciones más o menos sesgadas de la lucha de clases.
Nada nuevo, dirán quienes conocen su filmografía. Puede que tengan razón, pero también es cierto que esa indagación tanto puede estancarse en obras relativamente menores como cristalizar en obras maestras, como La ceremonia o Gracias por el chocolate . Sin llegar a esas alturas, La mujer partida en dos bien puede anotarse entre sus obras más logradas de los últimos años.
Mano maestra
El film tiene, claro, su maestría formal. Está, por ejemplo, en la precisa descripción de los personajes y la economía de recursos empleados para concretarla: bastan cinco minutos en el comienzo para definir al escritor y el pequeño mundo en el que reina; la presencia del acompañante-valet-chofer-mucamo del millonario aspirante a dandy dice de éste tanto como su pose artificiosa y sus bruscos cambios de humor; Gabrielle misma, con su determinación, sus seguridades y sus carencias, queda expuesta en un par de charlas con su jefe y con su madre (y mucho más en la primera visita a la garçonnière ). La pincelada exacta también asiste a Chabrol al pintar el elocuente cuadro de la familia rica (con su elegante y manipuladora reina madre a la que Caroline Silhol confiere temible señorío) o al insinuar la perversión apenas en el plano de una escalera.
La cámara subraya, a veces mediante el uso de espejos, los dobleces y las falsas apariencias, un tema presente a lo largo del film, lo mismo que un humor generalmente oscuro. Pero los puntales decisivos están en el elenco: de Ludivine Sagnier, ingenua o maliciosa, siempre sensual y cada vez más expresiva, al sorprendente Benoît Magimel, que hace una creación de su chiquilín consentido y psicópata, y del impecable François Berléand a la sugestiva Mathilda May, que observa el drama desde afuera y en cuyo aire de sardónica madurez parece replicarse la mirada del gran cineasta francés.
Fernando López Diario "La Nación"
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