domingo, 10 de julio de 2011
El Gato desaparece (Argentina 2011)
A esta altura, Carlos Sorín, realizador con absoluto dominio del oficio, revela a través de su filmografía su perfil lúdico, su búsqueda de desafíos. Tras la trilogía Historias mínimas , El perro y El camino de San Diego , road movies creadas bajo el influjo del neorrealismo italiano, rodó La ventana , un filme moroso, bello, melancólico, existencial y lacónico: inspirado en Madre e hijo , de Alexander Sokurov, y Cuando huye el día , de Ingmar Bergman. Ahora, del cine de autor, pasó al de género con personalidad : El gato desaparece , logrado thriller psicológico, tiene la impronta de Hitchcock tamizada por el estilo Sorín.
La película se apoya en una estructura sólida: en un guión trabajado minuciosamente desde las reacciones de los personajes -hablamos de un terror psicológico sin psicologismos- y las estupendas actuaciones de Luis Luque y Beatriz Spelzini. Todo funciona en base a un mecanismo eficaz, que provoca, primero, incertidumbre e intriga; después, misterio y tensión; luego, terror a lo cotidiano cuando se vuelve extraño. Con estos elementos, Sorín podría haber hecho un drama. Pero no: optó, con la precisión de un cirujano que empuña un bisturí, pero sin perder el humor, por el suspenso con tendencia a la tragicomedia.
Luque interpreta a un profesor universitario, Luis, que tras un brote psicótico, en el que atacó a un colega acusándolo de haberle robado un proyecto, vuelve a la convivencia -que ya lleva 25 años- con su esposa Beatriz (Spelzini). Un matrimonio maduro, en una casa amplia, más amplia desde la emigración de los dos hijos. La narración tomará siempre el punto de vista de Beatriz, que trabaja de traductora, aunque no puede traducir las actitudes de su marido: al punto de que el espectador se pregunta si la perturbada no será ella y los vaivenes de la conducta de él no estarán en los ojos que miran...
Con impecables rubros técnicos -característicos en Sorín-, la película tiene un nítido hilo conductor, casi una excusa transformada en obsesión. El día en que vuelve, Luis quiere acariciar a su gato, Donatello, que se eriza, se arquea y le araña la cara. Luis lo revolea. Pronto, Beatriz buscará en vano -y con creciente desesperación- al felino con nombre de artista renacentista. Mientras, fingirá bienestar ante su marido. El resto de los personajes no compartirá su angustia; el espectador sí, intensamente.
Por Miguel Frías mfrias@clarin.com
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